lunes, 30 de septiembre de 2013

Historia imaginativa

Érase que se era una ciudad con forma circular, su extensión estaba dividida en barrios, los cuáles conformaban triángulos cuyos centros convergían en el punto central de la circunferencia. En dicho centro podíamos encontrar el núcleo principal, dónde situábamos el ayuntamiento, gobernado por personas con cabeza de pepino.
Estas personas se encargaban de regular toda la actividad que surgía en la ciudad. Como hemos dicho anteriormente, la ciudad la componían barrios, en concreto ocho, cada uno especializado en una actividad distinta. Con esta organización, la ciudad cubría todas las necesidades básicas que sus habitantes necesitaban. Entre los barrios podíamos encontrarnos con el especializado en el tema gastronómico, en él se encontraban las reservas de comida de toda la ciudad, y era el único lugar en el que se podía disfrutar del placer de una buena comida, en el resto de los barrios, dicha actividad estaba totalmente prohibida. Otro de los barrios existentes era el dirigido a la infancia y para poder permanecer en él, los habitantes debían vestir sólo con un pañal, desplazarse a gatas y comunicarse mediante onomatopeyas típicas de bebés. También estaba el barrio del sueño, el suelo de toda la superficie era de un material blandito y confortable que permitía a los habitantes descansar plácidamente allá donde le apeteciese. Así seguiríamos hasta llegar a los ocho barrios distintos.
En el ayuntamiento existían ocho gobernantes, uno de cada barrio, todos ellos con las cabezas de pepino creaban las leyes de la ciudad y las sometían a votación. Estas votaciones consistían en situarse todos los habitantes sobre el perímetro de la ciudad, conformando así un circulo. Ellos tenían que aguantar todo el tiempo que pudiesen en esa posición, si no aguantaban se iban eliminando de la posibilidad de votar, y el último que quedase en esa posición inicial era el que tenía la palabra, el único que poseía el poder de decisión sobre el asunto. Y los demás habitantes debían acatar con la postura que él tomase, pues todos habían perdido el duelo con él.
Y así, día tras día, la vida seguía entre leyes y caminatas para pasar de un barrio a otro y poder disfrutar del privilegio que cada barrio poseía.

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